jueves, 10 de junio de 2010
LECCIONES DE UNA HUELGA ESTUDIANTIL
José J. Rodríguez Vázquez
Universidad de Puerto Rico en Arecibo
Para Bristol y Romina. Para los que están en Arecibo.
Hay que ejercitarse en escuchar.
Jean-Luc Nancy
Vivimos en una época de mutaciones. La misma no comenzó recientemente y es posible decir que irrumpió hace medio siglo y continúa sin fijarse, como un terremoto que trastoca los lugares reales e imaginarios sobre los que hemos estado, o creído estar, posicionados. Para los sectores propietarios y conservadores de hoy, la mutación se vive como progreso y crisis: dialéctica de una historia en la que se cree estar de camino hacia lo mejor destruyendo y dejando los escombros humanos a los pies de ese ángel del que hablaba Walter Benjamín. En Puerto Rico, crisis es la palabra favorita del partido anexionista que ha ocupado el gobierno y pretende dirigir el país bajo esa lógica corruptora de la experiencia democrática que es la tiranía de las mayorías. Una victoria electoral se convierte en cheque en blanco para despedir trabajadores, privatizar instituciones y derruir los ámbitos culturales y la civilidad, convirtiendo el espacio público, cada vez más reducido y vigilado, en un campo de guerra dividido entre nosotros los azules y los otros.
Y, sin lugar a dudas, la crisis existe. Y hay que añadir que la misma está encarnada en esos sectores privados que, como jauría hambrienta, se aprestan a devorar las instituciones públicas y en esa camarilla administrativa que, a manotazos legislativos y publicitarios, dice estar a punto de encontrar la luz al final de un túnel, que ellos mismos han ayudado a edificar, sin importar con lo que arrasan. En su visión de la política como guerra no existen adversarios u opositores, menos víctimas e inocentes; sólo enemigos y ganadores exitosos y perdedores culpables. La crisis económica del país tiene que ver con un pacto del gobierno y el capital, extranjero y local, que condujo inevitablemente a la debacle presupuestaria. Con sus políticas contributivas para el desarrollo y su clientelismo, los grupos gobernantes que se han venido sucediendo unos a otros en estas últimas cuatro décadas se han ahorcado con su propia soga. La situación había estado posponiéndose mediante el crédito privado y público y esa emigración que nos ha convertido en una nación flotante o desterritorializada. La crisis política tiene mucho que ver con la falta de poder que acarrea un orden colonial, la corrupción interminable y el discurso antidemocrático que reduce todo a vencedores y vencidos. La crisis cultural está relacionada con la prepotencia mass-mediática y el achicamiento de un espacio público donde ejercer la libertad de desear, crear y compartir nuevos sentidos, valores y nociones de la belleza y lo justo. En este pobre país, a veces tan ridículamente narcisista, la gente cree que la democracia es votar cada cuatro años y que la libertad consiste en que nadie les impida asistir al Mall. Atrapados en el registro de lo legal y lo ilegal se es incapaz de pensar y discutir, políticamente, lo justo, el cambio y lo posible. Es en este contexto de relaciones de fuerzas y mentalidades que cobra forma la crisis del sistema universitario público como uno más de los espacios institucionales, quebrados intencionalmente mediante trucos legislativos, que se pueden asaltar y destruir sin importar los escombros humanos y culturales.
El proyecto es sencillo y típico de ese fanatismo ideológico que idiotiza. A las huestes de la barbarie anexionista sólo le quedaban dos instituciones por descomponer, una privada y otra pública. Primero, le llegó el turno al Colegio de Abogados. Ya todos sabemos esa historia. Luego, inicialmente de manera subrepticia, le tocó su momento a la Universidad. Por suerte, el desmantelamiento organizado y el deterioro inevitable en las condiciones docentes e investigativas de la vida académica e institucional, que la comunidad académica ya venía viviendo y soportando, ha provocado la indignación de los estudiantes. A partir de la experiencia de vivir la Universidad, de esa sensación de formar parte de un proyecto histórico de educación y de crecimiento humano y profesional, más que de cualquier proyecto racional o político previamente elaborado, la comunidad estudiantil universitaria ha asumido la defensa de lo “suyo” que es ese “nuestro” contenido en ese nombre: la Universidad de Puerto Rico. De Puerto Rico, que no es sinónimo “de un partido político”, “de una persona” o “de una camarilla administrativa”.
Lo interesante es quiénes son estos muchachos; o mejor dicho, preguntarnos en qué creen, qué los motiva y acompaña sus acciones. Una posible interpretación de esta comunidad estudiantil sería la elaborada por el discurso de los administradores universitarios. En palabras del presidente José Ramón de la Torre, los estudiantes en huelga son “secuestradores” organizados de una izquierda política. Se trata de un discurso, tan viejo como su portavoz, que a nadie le debe haber tomado por sorpresa. Si uno estipula, porque ella misma lo ha hecho público, que la presidenta de la Junta de Síndicos, Igrid Rivera, fue empleada para asuntos de seguridad en el gobierno de Carlos Romero Barceló y después consiguió un nombramiento de juez, y a esto le suma el historial de vida del presidente de la Torre y su campaña para ser nombrado presidente de la Universidad, es fácil comprender que los nuevos mandarines universitarios creyesen, en un primer momento, que la estrategia para enfrentar a los estudiantes era calificarlos como “secuestradores” con una agenda política. En sus expresiones se encuentra el síntoma de su pesadilla recurrente: la resurrección de un espectro que parece habitar, incólume, en las paranoias de sus tristes imaginarios, forjados en la doctrina de la contrainsurgencia. El discurso administrativo asume el registro de los enemigos extraños y peligrosos y, cuando esta estrategia deshumanizadora fracasa, pasa al registro jurídico de la legalidad y a la táctica de infantilizar al adversario. Así, los estudiantes han sido acusados de elementos ajenos a la universidad, de estar realizando comportamientos ilegales y antirreglamentarios y de ser niños sin madurez o capacidad. Para el primer momento existe la brutalidad policíaca, para el segundo, los tribunales y el Derecho, convertido en código del autoritarismo, y para el tercero, las burlas y desplantes que ponen en práctica, a puerta cerrada, en las llamadas reuniones de negociación. En el último capítulo de lo ridículo queda esa invitación de la senilidad, decidida a batirse a golpes con un joven.
Los cambios de lectura del discurso administrativo demuestran su falta de certeza. La realidad, como decía mi sobrino, es que “estos “terroristas” son personas sencillas y religiosas, provienen de distintas clases sociales y, políticamente, están divididos en las mismas corrientes partidistas que existen en el país”. Sin lugar a dudas, añadía, “existen algunos sectores políticamente formados, pero la gran mayoría está allí porque de verdad cree en esto de la Universidad”. Escuchando voy aprendiendo a ver en la maraña y los acontecimientos. A los incapacitados mentales que dirigen este país y la Universidad puede resultarles incomprensible, pero lo que se escucha y ve en el espacio universitario es un nuevo movimiento producto de esa mutación que ha venido realizándose desde hace por lo menos medio siglo. Estos jóvenes son hijos de esas transformaciones que son difíciles de comprender con los residuos interpretativos de viejas y obsoletas concepciones de mundo que no desparecen fácilmente del campo cultural de una sociedad. Por un lado, son los hijos de esas generaciones previas que vivieron un logro histórico educativo que comenzó con la expansión física de la Universidad de Puerto Rico, a través de la creación de lo que en aquel tiempo se llamó Colegios Regionales, y con la masificación de la educación superior pública. Los que están ahora aquí han “heredado” la sensación de pertenecer a algo importante y sus padres son, muchos de ellos, profesionales egresados de la misma Universidad. En este punto, el movimiento estudiantil nos hace tomar conciencia de lo que me parece el logro cultural más importante en la historia de este país.
Por otro lado, son hijos de unas creencias que vienen acompañando los avances culturales de una modernidad tardía en las que las mutaciones abren espacios inéditos de crítica, juicios y elecciones. Me explico. Estos estudiantes universitarios son, precisamente, los hijos de unas creencias que parecen compartidas por todos y, no obstante, pocos entienden cuando las ven en práctica. ¿En qué creemos o qué es lo que enseñamos a nuestros hijos para prepararlos para la vida? Creemos en la libertad de las personas y en su capacidad para elegir racionalmente y esos estudiantes universitarios en huelga están convencidos de que han pensado la realidad universitaria y que lo apropiado es detener a la camarilla de administradores destructores. Creemos que la gente no debe ser egoísta y tener valores o principios y esos estudiantes han preferido apostar al principio de una educación pública de excelencia por encima de sus intereses personales. Por eso ninguno de ellos sale en algún medio de comunicación gritando “¡Yo me gradúo! La Universidad, ¿a quién le importa eso? A mi sólo me importa lo mío”. Creemos en la inteligencia y los jóvenes estudiantes han dejado ver que forman parte de una generación talentosa hasta el punto de desenmascarar la ineptitud absoluta de esos dos fabricantes de confusiones que encabezan la administración universitaria. Creemos en la democracia y la libertad y los estudiantes la han puesto en práctica de la manera más plena: creando un espacio donde unos con otros actúan, a partir de unos principios relacionados con el bien común que está materializado en una institución educativa.
La Universidad de Puerto Rico incorpora a los mejores estudiantes del país. Para entrar allí hay que tener cualidades intelectuales y personales. En esta época, en que ser joven parece significar ser irresponsable, en que problemas como la deserción escolar, la drogadicción y la criminalidad parecen invencibles y amenazan con devorarse las energías creativas de una generación y en que la estupidez mass-mediática, el consumismo descontrolado y el yoismo inmunizante parecen ser las fuerzas dominantes, los jóvenes de la Universidad de Puerto Rico en huelga encarnan otro aspecto de la realidad que había quedado opacado. En ellos encuentra uno esos mismos valores que todos consideran fundamentales -autonomía individual, inteligencia para enjuiciar, firmeza para asumir posiciones, capacidad para indignarse y sentido de responsabilidad social- y que algunos creían borrados de la historia. La lección universitaria va dirigida hoy a todo el país y la han realizado los jóvenes estudiantes, en sus campus, discursos y acciones, más allá de las aulas, bibliotecas y laboratorios, más allá de las expresiones truculentas de esos dos fabricantes de confusiones que administran la Universidad. Agucen sus sentidos todos los que todavía consideran posible y necesario creer en eso que se llama Universidad de Puerto Rico. Es tiempo de escuchar y agradecer.
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